De epístolas a chats: lo efímero y lo duradero

8, octubre 2023

BORIS BERENZON GORN

Los intercambios epistolares solían ser la manera principal de comunicarse con familiares, amigos y conocidos en el siglo XIX; eran la mejor forma de guardar las huellas y vestigios de una relación prolongada a través de palabras dobladas en hojas y metidas en sobres. Los intercambios epistolares permitían presentar verdaderos monólogos para ponerse al tanto de la vida del otro. En ellas pueden encontrarse los secretos más perversos de las familias y los amantes, rastrearse pugnas políticas famosas e incluso militares y examinar las transformaciones personales y psicológicas de su autor.

No es baladí que en todos los museos históricos del mundo se conserven intercambios epistolares. La importancia de las cartas en el pasado llama al análisis de los transportes y las comunicaciones, para entender las claves de ese horizonte y desentrañar el nuestro. Dependiendo de la lejanía, las cartas podrían tardar en llegar desde semanas hasta meses, atravesando a veces la ciudad y otras tantas viajando internacionalmente a bordo de un transatlántico. Era natural que se extraviaran o dañaran, que cuando se entregaban las condiciones hubieran cambiado completamente, e incluso que se convirtieran en la memoria de tiempos pasados más que en un instrumento de comunicación.

Con todo, grandes intercambios epistolares se han grabado en la historia: las cartas que se intercambiaban Albert Einstein y Sigmund Freud sobre la guerra y la naturaleza humana; las de amor de Frida Kahlo y Diego Rivera; las de Gandhi a Adolfo Hitler tratando de convencerlo de buscar la paz; las de Vincent y Theo Van Gogh, donde se plasma la visión del arte del famoso pintor; las de Virginia Woolf y Vita Sackville-West, de donde se infiere que además de una amistad hubo un interesante componente romántico; o las de Marcel Proust y James Joyce, iconos del arte y la creación literaria. Las cartas no solo servían para contactar amores y hacer amigos (de hecho, a diario se publicaban anuncios en los diarios buscando amigos por correspondencia), sino que manifiestan las ideologías y sentimientos profundos de toda una época.

La inmediatez en la comunicación de nuestros días ha transformado el panorama de los espacios y tiempos en que plasmamos las palabras. Hoy en día, no existe una comparación exacta con los intercambios epistolares. Los correos electrónicos que llegan en segundos y se usan por lo general para temáticas formales, difícilmente podrían mostrar la profundidad de las relaciones humanas, al menos no de manera generalizada. A veces, un blog o página web extienden su temporalidad comunicativa durante meses o años, pero el factor público interfiere en cómo nos comunicamos y cuáles son las intenciones de hacerlo.

No es que sea mejor o peor, es que es diferente. Guardamos y atesoramos nuestras conversaciones por WhatsApp o Telegram, a veces con tanto apego y nostalgia como guardábamos las cartas. Una conversación banal sobre el desayuno se convierte en la huella de que hemos vivido, existido y compartido. Las conversaciones de nuestros servicios de mensajería pueden narrar un amor, una relación laboral, un conflicto o un momento histórico como el COVID-19. Pueden ser lo único que nos queda de los seres que se han ido: escuchamos sus audios obsesivamente como leíamos las cartas, tratando de no dejarlos ir, de mantenerlos en la memoria.

Y una conversación de WhatsApp o Facebook podría resultar catastrófica si llegara a la persona equivocada. En nuestros días, el celular se ha convertido en el artefacto por antonomasia para descubrir infidelidades o la verdadera opinión que otros tienen de uno. Eso eran en el pasado las cartas, hojas llenas de secretos y verdades, intercambios de amores, respetos y guerra. Es innegable que, los mensajes largos y cortos, de antes y ahora, revelan el entramado de nuestra sociedad y el sentido de nuestra vida.