Boris Berenzon Gorn
Los trends virales en TikTok resultan enigmáticos cuando nos preguntamos por qué existen, por qué una persona estaría interesada en repetir exactamente lo mismo que otra, a tal punto que al pasar de días o incluso de las horas, contamos con cantidades masivas de contenido donde muchos actores, con rostros completamente diferentes entre sí y provenientes de todas partes del mundo, se encuentran haciendo los mismos pasos, cantando la misma música, efectuando los mismos videos, ediciones o chistes que todos los demás. Basta con entrar a un audio viral para ser testigos de la repetición del absurdo. La farsa de un fantasma con mil rostros .
Y es que los trends son una repetición compulsiva de lo mismo, cuyos actores se presentan con la única intención de ser reconocidos como lo otro. Esta paradoja recuerda un modelo de identidad basado en la vigilancia y el control, ya alguna vez descrito por el interesante y polémico filósofo Michel Foucault. El panóptico es un modelo de cárcel basado en la vigilancia omnipresente de un ser invisible que permite regular el comportamiento de aquellos que se sienten constantemente vigilados. Quizá esa repetición compulsiva responde a un modelo moderno del panóptico que refleja la necesidad de control desde el ejercicio de poder y del ser controlados para no ser excluidos, una nueva normalización/homogeneización que recuerda el problema del loco, el preso o el enfermo mental, el no incluido.
Las redes sociales en general someten a los actores a una vigilancia constante. Mientras en el modelo del panóptico la vigilancia está representada por una torre central desde donde se puede observar a todos los presos y que es el modelo de una autoridad superior, omnipresente y capaz de ejercer el poder en caso de transgresión de la normalidad; la vigilancia en redes sociales está contenida en el imaginario de millones de ojos que se comportan como uno solo y que cumplen la función de sumo inquisidor. La vigilancia es la base del entramado digital, y de manera contradictoria, no solo es atemorizante sino también el deseo del que se exhibe.
Las miradas de los otros cumplen ese poder omnipresente y homogeneizador que descentraliza la autoridad, pero que al mismo tiempo la vuelve mucho más violenta, pues la reproduce en todos los espacios, una mirada no solo vertical sino multidireccional capaz de captar el mínimo detalle, la mínima disrupción. ¿Hiciste mal un paso? ¿Tu ropa era una imitación? ¿Había una mancha en tu colcha? Lo sabemos. Lo deseable se establece como lo “normal” y no está de más recordar que responde a su vez a otros criterios de poder, que van desde la clase social o las características físicas, hasta el uso del lenguaje permitido o la preferencia de un dispositivo por encima de otro.
En el panóptico y en las redes sociales hay una visibilidad y una transparencia obligadas, presión que se ejerce mediante el poder para obligar al individuo a exponerse frente a la mirada de la autoridad. Podría objetarse que quien produce contenido y participa de las redes lo hace por voluntad propia, pero estaríamos ante una sobresimplificación de las estructuras sociales que generan y reproducen la identidad. Las prácticas y símbolos que se desprenden de la representación del grupo distan de ser libres desde la individualidad—como se nos ha hecho creer gracias al discurso hegemónico de las democracias—pues juegan un importante papel a la hora de insertar dentro del entramado al ser individual y permitirle formar parte del entorno.
Los usuarios que comparten su intimidad, los que se “suben a los trends” para ganar visibilidad y reconocimiento, están motivados por uno de los roles básicos de la actividad humana: formar parte del grupo. Y así como en el panóptico el castigo no siempre requiere del ejercicio de la autoridad, pues la vigilancia obliga a los individuos a la autorregulación, la autocensura y la autocrítica; las redes sociales generan individuos que interpretan un personaje para ser aceptados, un personaje normalizado que muestra únicamente aquello que es deseable escrolear.
Así se someten a la imposición de un poder invisible donde hay una jerarquía. Los creadores de contenido no ven los rostros que los miran, están en espera de sus likes, de reacciones positivas y son, a su vez, severamente castigados por las reacciones negativas y los comentarios. Esos poderes son capaces de desarticular una identidad, de destruir vidas y de privar a los individuos de sus rostros imponiéndoles una sola actuación: la de su video más viral, positivo o negativo. Así se normaliza el comportamiento, se construyen individuos exactamente iguales unos a otros y se les disciplina, al tiempo, claro, que se recaba información suficiente para el big data.