GERARDO GALARZA
La mascarada de la sucesión presidencial del sistema político en México de 1934 al 2000 recibió diversos nombres y explicaciones -cómo olvidar la “dictablanda” y luego la “dictadura perfecta”, o el tapado y hoy corcholatas, unas con tapiz casi académico y otras al son de las carpas cómicas, entre muchas definiciones- siempre ha sido el mejor circo para los ciudadanos mexicanos, tengan o no pan.
La burra siempre ha ido al trigo: cada seis años los mexicanos creen, sueñan, que su vida cambiara mediante un mesías que les conseguirá que “la revolución les haga justicia”. Esta vez, sí: tiene buena cara; se ve buena gente, no es como los otros, los mismos que hacía seis años eran iguales, pero ahora sí. Votemos por él.
En el año 2000, haya sido como haya sido, los mexicanos votaron contra sus creencias y eligieron al primer presidente no priista, cansados del PRI.
En el 2006, el 2012 y el 2018 mantuvieron su decisión de llevar a la Presidencia de la República a quien creían que debía gobernar al país, por el poder de su voto individual y colectivo, protegido y respetado por el IFE/INE.
Las de esas años fueron decisiones de soberanía popular, que tiene el riesgo de equivocarse. Ni modo. Y hoy, en el 2021, muchos mexicanos -no todos, no se hagan ilusiones- se han enterado de que en el 2018 se equivocaron y que votaron por el regreso del PRI, del peor PRI, el que nunca se había mostrado tan obscenamente, aun cuando se supiera, que siempre apostó al totalitarismo. Y lo consiguió. Logró que Andrés Manuel López Obrador fuese electo presidente de la República. Y éste confía hoy en mantener su supremacía electoral.
En los años setenta del siglo pasado (no, no se alebresten, no tienen que ir ni a la hemeroteca ni a la biblioteca; simplemente recurran a Google, si es que les interesa) el presidente de la República todavía decidía quien era su sucesor, como ahora se pretende y como lo pretendió Carlos Salinas de Gortari. (Otra vez, busquen en Google).
Lo cierto es que como en los años setenta del siglo pasado, y también antes, los mexicanos jugamos al “juego que todos jugamos”, la obra teatral de Alejandro Jodorowsky que en esos momentos estaba en la cartelera y que poco tiene que ver con la sucesión presidencial, pero que el nombre exacto para la creencia electoral de los mexicanos.
Hoy vuelven a creen que su opinión será tomada en presuntas encuestas para la designación del candidato del partido del gobierno. Y lo aceptarán sin ninguna objeción, sea quien el designado por el dedo, digo, la encuesta presidencial.
Todos los mexicanos deberíamos saber que hubo millones de conciudadanos que durante casi ya cien años lucharon por democracia para que sus votos se contaran y contaran y el presidente de la República fuera decidido por la voluntad popular.
Por supuesto que eso no lo entiende ni lo acepta el actual presidente y millones de ciudadanos tampoco.
Éstos últimos tienen la ilusión, el espejismo, de ser protagonistas del juego de la sucesión, de estar jugando en el juego que todos jugamos, sin entender que desde el poder se les ubica como simples espectadores, quienes deberán acatar la voluntad presidencial y, nuevamente, esperar y confiar en un nuevo mesías todopoderoso que arreglará todos los problemas de todos y de cada uno de los votantes (sobre todo los problemas personales); juego que también busca evitar y evita, distraer, ocultar los grandes y graves problemas que sufre el país en todos los ámbitos todos los días.
Hace poco más de 30 años, la mayoría de los mexicanos supo que había vida política más allá del sistema priista, junio del 2024 será una buena oportunidad para aprenderlo, comprenderlo de nuevo, y ratificarlo.